RACIONALIZACIÓN DEMOCRÁTICA:

TECNOLOGÍA, PODER Y LIBERTAD[1]

 

 

Andrew Feenberg

 

 

I. Los límites de la teoría democrática

 

En las sociedades modernas la tecnología es uno de los recursos más importantes del poder público. En cuanto a las decisiones que afectan nuestra vida diaria, la democracia política ha estado largamente opacada por el enorme poder ejercido por los expertos de los sistemas técnicos: los líderes corporativos y militares, y los grupos de asociaciones profesionales tales como físicos e ingenieros. Éstos tienen mucho más control sobre los patrones de crecimiento urbano, el diseño de viviendas, los sistemas de transporte y la selección de innovaciones; así como sobre nuestra experiencia como empleados, pacientes y consumidores, que todas las instituciones gubernamentales de nuestra sociedad en su conjunto.

 

A mediados del sigo XIX, Marx ya vislumbraba esta situación. Marx argumentó que la teoría democrática tradicional erró al considerar la economía como dominio extra-político, regulada por leyes naturales tal como la ley de la oferta y la demanda, y sostuvo que nos quedaríamos relegados y alienados en tanto no tuvieremos capacidad de decisión sobre las cuestiones industriales. La democracia pues deberá extenderse desde el poder político hasta la esfera del trabajo. Ésta es justamente la demanda subyacente a la idea de socialismo.

 

Por más de un siglo las sociedades modernas han estado confrontadas por esta demanda. La teoría política democrática no ofrece ninguna razón en principio convincente para rechazarla. Ciertamente, muchos teóricos democráticos la suscriben.[2] Más aún, en varios países victorias parlamentarias socialistas o revoluciones han llevado al poder a partidos políticos comprometidos con su realización. Sin embargo, en la actualidad no parecemos estar más cerca de democratizar el industrialismo que en tiempos de Marx.

 

Esta situación se explica generalmente por una de las dos formas siguientes:

 

Por un lado, el punto de vista común argumenta que la tecnología moderna es incompatible con la democracia en la esfera del trabajo. La teoría democrática no puede presionar razonablemente en favor de reformas que destruirían los fundamentos económicos de la sociedad. En efecto, considérese el caso soviético: aunque fueron socialistas, los comunistas no democratizaron la industria y la actual democratización de la sociedad soviética se extendió sólo hasta la puerta de la fábrica. Por lo menos en la ex-Unión Soviética, todos pueden estar de acuerdo sobre la necesidad de una administración industrial autoritaria.


 

Por otro lado, una minoría de teóricos radicales sostiene que la tecnología no es la responsable de la concentración del poder industrial. Esto es una cuestión política debida a la victoria de las élites capitalistas y comunistas en lucha con la población subordinada. Sin duda, la tecnología moderna se presta a una administración autoritaria, pero en un contexto social diferente ésta podría de igual modo ser operada democráticamente.

 

En lo que sigue sostendré una versión matizada de esta segunda posición; versión en cierto modo diferente de ambas formulaciones marxista y democrática. La diferencia radica en la función de la tecnología, la cual no considero ni determinante ni neutral. Argumentaré que las formas modernas de hegemonía están basadas en la mediación técnica de una diversidad de prácticas sociales, sea la producción o la medicina, la educación y el ejército, y en consecuencia, que la democratización de nuestra sociedad requiere un cambio radical tanto técnico como político.

 

Esta es una posición polémica. El punto de vista común sobre la tecnología limita la democracia al Estado. En contraste, creo que el valor de uso de la democracia, a menos que pueda extenderse más allá de sus límites tradicionales a los dominios técnicamente mediados de la vida social, continuará declinando, la participación se marchitará y las instituciones que identificamos con una sociedad libre desaparecerán paulatinamente.

 

Ahora permítanme revisar los antecedentes de mi argumento. Comenzaré presentando un panorama general sobre varias teorías que afirman que las sociedades modernas, en la medida que dependan de la tecnología, requieren una jerarquía autoritaria. Estas teorías presuponen una forma de determinismo tecnológico, el cual es refutado por argumentos históricos y sociológicos que resumiré brevemente. Después presentaré el esquema de una teoría no determinista de la sociedad moderna, que llamo “teoría crítica de la tecnología”. Este enfoque alternativo subraya aspectos contextuales de la tecnología ignorados por el punto de vista dominante. Argumentaré que la tecnología no es simplemente el control racional de la naturaleza, sino que su desarrollo e impacto son intrínsecamente sociales. Después, mostraré que este punto de vista socava la confianza común en la eficiencia como criterio de desarrollo tecnológico. Esta conclusión, a su vez, abre amplias posibilidades de cambio excluidas por la comprensión común de la tecnología.

 

II. Modernidad distópica

 

La célebre teoría de la racionalización de Max Weber es el argumento original contra la democracia industrial. El título de este ensayo implica un revés provocativo a sus conclusiones. Weber definió la racionalización como la creciente función del cálculo y el control en la vida social, una tendencia dominante que él llamó “la jaula de hierro” de la burocracia.[3] Así, la racionalización “democrática” es una contradicción en términos.

 

Una vez que la lucha tradicionalista contra la racionalización ha sido derrotada, una ulterior resistencia en el universo weberiano sólo puede confirmar la existencia de fuerzas vitales irracionales contra la rutina y la monótona predictibilidad. Éste no es un programa democrático, sino uno romántico, anti-distópico, el cual ya fue prefigurado por Dostoievsky en sus Memorias del subsuelo y en varias ideologías de retorno a la naturaleza.

 

El título de este trabajo significa el rechazo de la dicotomía entre la jerarquía racional y la protesta irracional implícita en la tesis de Weber. Si la jerarquía social autoritaria es ciertamente un aspecto contingente del progreso técnico, como creo, y no una necesidad técnica, entonces debe de haber una forma alternativa de racionalización de la sociedad para democratizar el control antes que centralizarlo. No necesitamos recurrir a lo subterráneo u originario para preservar los valores en peligro como la libertad y la individualidad.

 

Pero los críticos más influyentes de la moderna sociedad tecnológica siguen directamente los pasos de Weber al rechazar esta posibilidad. Estoy pensando en la formulación de Heidegger sobre la “cuestión de la tecnología” y la teoría de Ellul sobre el “fenómeno técnico”.[4] Según estas teorías, nos hemos convertido en poco más que objetos de técnica, incorporados dentro del mecanismo que hemos creado. Como Marshall McLuhan lo dijera alguna vez, la tecnología nos ha reducido a los “órganos sexuales de las máquinas”. La única esperanza es una vaga, evocativa, renovación espiritual, la cual es demasiado abstracta para formar una nueva práctica técnica.

 

Estas teorías son interesantes e importantes por su contribución para abrir un espacio de reflexión sobre la tecnología moderna. Regresaré a la tesis de Heidegger en la conclusión de este ensayo. Pero, para avanzar en mi argumento, primero voy a concentrarme en el principal defecto del distopismo, esto es, la identificación de la tecnología en general con las tecnologías específicas que se han desarrollado durante el último siglo en Occidente. Estas son tecnologías de conquista que pretenden una autonomía sin precedente, donde sus fuentes y efectos sociales están ocultos. Sostendré que este tipo de tecnología es un rasgo particular de nuestra sociedad y no una dimensión universal de la “modernidad” en sí.

 

III. Determinismo tecnológico

 

El determinismo se apoya en el supuesto de que las tecnologías tienen una lógica funcional autónoma que puede ser explicada sin referencia a la sociedad. La tecnología es presumiblemente social sólo por el propósito que sirve, y los propósitos dependen del observador. De este modo, la tecnología se asemeja a la ciencia y las matemáticas por su intrínseca independencia del mundo social.

 

Pero la tecnología, a diferencia de la ciencia y las matemáticas, tiene inmediatos y poderosos efectos sociales. Pareciera que el destino de la sociedad, al menos parcialmente, depende de un factor no social, el cual influye en ella sin sufrir una influencia recíproca. Esto es lo que significa “determinismo tecnológico”. Tal enfoque determinista de la tecnología es un lugar común en la empresa y el gobierno, donde se asume con frecuencia que el progreso es un fuerza exógena que incide en la sociedad, antes que una expresión de cambios culturales y valores.

 

Las visiones distópicas de la modernidad, que he estado describiendo, son también deterministas. Si queremos afirmar las potencialidades democráticas del industrialismo moderno, tendremos en consecuencia que poner en duda sus premisas deterministas. A éstas las llamaré: la tesis del progreso unilineal y la tesis del determinismo por la base. He aquí un resumen de estas dos premisas:

 

1) El progreso técnico parece seguir un camino unilineal, una pista fija, de menos a más configuraciones avanzadas. Aunque esta conclusión parece obvia, desde una mirada retrospectiva del desarrollo de cualquier objeto técnico conocido, de hecho está basada en dos premisas desigualmente admisibles: primero, el progreso técnico procede de niveles inferiores a superiores de desarrollo; y segundo, que ese desarrollo sigue una única secuencia de etapas necesarias. Como veremos, la primera premisa es independiente de la segunda y no es necesariamente determinista.

 

2) El determinismo tecnológico afirma, también, que las instituciones sociales deben adaptarse a los “imperativos” de la base tecnológica. Este enfoque, que sin duda tiene su origen en una cierta lectura de Marx, forma ahora parte del sentido común en las ciencias sociales.[5] Abajo discutiré en detalle una de sus implicaciones: el supuesto “trade-off” entre prosperidad y valores ambientales.

 

Estas dos tesis del determinismo tecnológico presentan a la tecnología de una manera descontextualizada, auto-generadora, como el único fundamento de la sociedad moderna. Así, el determinismo implica que nuestra tecnología y sus correspondientes estructuras institucionales son universales, más aún, de alcance planetario. Quizás hay muchas formas de sociedad tribal, muchos feudalismos, incluso muchas formas de capitalismo temprano, pero solamente hay una modernidad y ésta para bien o para mal está ejemplificada en nuestra sociedad. Deberían las sociedades en desarrollo tomar nota, como dijo Marx llamando la atención a sus atrasados compatriotas alemanes respecto de los avances ingleses: De te fabula narratur!—Por ustedes, el cuento está dicho.[6]

 

IV. Constructivismo

 

Las implicaciones del determinismo son tan obvias que sorprende descubrir que ninguna de sus dos tesis pueden resistir un minucioso examen. No obstante que la sociología de la tecnología contemporánea socava la primera tesis del progreso unilineal, mientras que los antecedentes históricos están poco relacionados con la segunda tesis del determinismo por la base.

 

La reciente sociología constructivista de la tecnología surge de los nuevos estudios sociales. Estos estudios confrontan nuestra tendencia de eximir a las teorías científicas del tipo de análisis sociológico al que sometemos nuestras creencias no científicas. Estos defienden el “principio de simetría”, de acuerdo con el cual todas las creencias en pugna se someten al mismo tipo de explicación social, independientemente de su verdad o falsedad.[7] Un enfoque semejante de la tecnología rechaza el supuesto común que las tecnologías se suceden debido a razones puramente funcionales.

 

El constructivismo argumenta que las teorías y tecnologías están predeterminadas por criterios científicos y técnicos. Esto significa concretamente dos cosas: primero, hay generalmente un excedente de soluciones factibles a cualquier problema dado y los actores sociales toman la decisión final entre una serie de opciones técnicamente viables; y segundo, la definición del problema a menudo cambia en el curso de su solución. Este último punto es el más concluyente, pero también el más problemático de los dos.

 

Pinch y Bijker, dos sociólogos de la tecnología, lo ilustran con la historia temprana de la bicleta.[8] El objeto que consideramos como una evidente “caja negra”, de hecho comenzó como dos aparatos muy distintos, esto es, una bicicleta deportiva y un vehículo de transporte. Así, la rueda delantera más alta de la bicleta deportiva era necesaria en aquel tiempo para alcanzar mayores velocidades, pero también causaba inestabilidad. Por ello, las ruedas de igual medida fueron hechas para un viaje más seguro, pero menos apasionante. Estos dos diseños cubrieron necesidades diferentes y, de hecho, fueron dos tecnologías diferentes, mas con muchos elementos en común.. Pinch y Bijker llamaron a esta original ambigüedad del objeto llamado “bicicleta”, “flexibilidad interpretativa”.

 

El diseño “seguro” eventualmente ganó y se benefició de todos los adelantos posteriores que ocurrieron en este campo. En retrospectiva, pareciera como si las ruedas altas fueron una etapa burda y menos eficiente de un progresivo desarrollo que condujo de la vieja bicleta “segura” a los actuales diseños. De hecho, la rueda alta y la “segura” compartieron el campo por años y ninguna fue una etapa de desarrollo de la otra. La rueda alta representa un posible camino alternativo del desarrollo de la bicicleta, que se ocupó al principio de diferentes problemas.

 

El determinismo es una especie de historia Whig, que hace parecer el final de la historia como inevitable desde el principio, al proyectar en el pasado la abstracta lógica técnica del objeto terminado como causa de su desarrollo. Este enfoque confunde nuestro comprensión del pasado y ahoga la imaginación de un futuro diferente. El constructivismo puede abrir ese futuro, a pesar de que sus seguidores han vacilado, hasta ahora, en comprometerse con las más importantes cuestiones sociales implicadas en su método.[9]

 

V. Indeterminismo

 

Si la tesis del progreso unilineal fracasa, el colapso de la idea del determinismo por la base tecnológica no puede estar muy lejos. Sin embargo, se le invoca frecuentemente en los debates políticos contemporáneos.

 

Regresaré a estos debates más tarde en este trabajo. Por ahora, vamos a considerar la sorprendente anticipación de las actuales actitudes en la lucha sobre la duración de la jornada laboral y el trabajo infantil en la Inglaterra de mediados del siglo XIX. El debate sobre la Ley Fabril de 1844 está completamente estructurado alrededor de la determinante oposición entre los imperativos tecnológicos y la ideología. Lord Ashley, el principal defensor de la regulación, protesto en el nombre de la ideología familiar: “La tendencia de las diversas mejoras en la maquinaria es para reemplazar el trabajo de los hombres y sustituirlo por el trabajo de los niños y las mujeres. ¿Cuál será el efecto en las futuras generaciones, si sus delicados cuerpos están sujetos a tales medios destructivos, sin limitación o control?”[10]

 

Ashley continuó en deplorar la consecuente declinación de la familia debido al empleo de las mujeres, que “altera el orden natural” y priva a los niños de una educación apropiada. “No importa si es un príncipe o campesino, todo lo mejor, todo lo que es perdurable en el carácter del hombre lo ha aprendido en las rodillas de su madre”. Lord Ashley estaba indignado en descubrir que “las mujeres no sólo desempeñaban el trabajo, sino que ocupaban los lugares de los hombres, formaban varios clubes y asociaciones, y paulatinamente adquirían todos esos privilegios que eran tenidos como parte propia del sexo masculino… se reúnen para beber, cantar y fumar; usan, se dice, el más bajo, más crudo y más vergonzoso lenguaje imaginable…”.

 

Las propuestas para abolir el trabajo infantil se toparon con la consternación por parte de los dueños de las fábricas, quienes consideraban al pequeño trabajador como un “imperativo” de las tecnologías creadas para emplearlo. Denunciaron la “ineficiencia” de emplear trabajadores adultos para realizar tareas hechas, tan bien o mejor, por niños, y predijeron todas las acostumbradas catastróficas consecuencias económicas por la sustitución de la más costosa mano de obra adulta –incremento de la pobreza, desempleo, pérdida de competitividad internacional. Así, Sir J. Graham, su elocuente representante, recomendó cautela: “Hemos llegado a un estado de la sociedad donde esta gran comunidad no podrá mantenerse sin comercio y manufacturas. Permítasenos, hasta donde podamos, mitigar el surgimiento de los demonios de este estado altamente artificial de la sociedad, pero permítasenos tener cuidado de no dar ningún paso que pudiere ser fatal para el comercio y las manufacturas”.

 

Graham además explicó que la reducción de la jornada laboral para las mujeres y los niños entraría en conflicto con el ciclo de depreciación de la maquinaria y que conduciría a bajos salarios y problemas comerciales. Concluyó que “en la cerrada carrera de competencia que nuestras manufacturas tienen con los competidores extranjeros… tal paso sería fatal…”. La regulación, que él y sus seguidores expresaron en palabras que todavía tienen eco, está basada en un “falso principio de humanidad, que al final ciertamente se derrotará a sí mismo”. Uno casi podría creer que Ludd ha resurgido otra vez en la persona de Lord Ashley: la cuestión no es realmente la duración de la jornada laboral, “sino que es en principio un argumento para deshacerse de todo el sistema de trabajo fabril”. Semejantes protestas se escuchan hoy día en defensa de las industrias amenazadas por, lo que ellos llaman, el “ludismo” ambiental.

 

Pero ¿qué realmente pasó una vez que los reguladores tuvieron éxito en imponer límites a la jornada laboral y expulsar a los niños de las fábricas? ¿Volvieron los violados imperativos de la tecnología a rondarlos? No, en absoluto. La regulación condujo a una intensificación del trabajo en la fábrica que, en todo caso, era incompatible con las condiciones anteriores. Los niños dejaron de ser trabajadores y fueron redefinidos socialmente como aprendices y consumidores. Consecuentemente, entraron al mercado de trabajo con mayores niveles de destreza y disciplina, y fueron pronto considerados en el diseño tecnológico. El resultado es que nadie está nostálgico por el regreso de los viejos días, cuando la inflación era contenida por el trabajo de los niños. Este simplemente no es una opción (por lo menos en el mundo capitalista desarrollado).

 

Este ejemplo muestra la inmensa flexibilidad del sistema técnico. No está rígidamente sujeto sino, al contrario, puede adaptarse a una diversidad de demandas sociales. Esta conclusión no debería ser una sorpresa dada la receptividad de la tecnología a la redefinición social, discutida previamente. Esto significa que la tecnología es simplemente otra variable social dependiente, aunque una cada vez más importante y no la clave del enigma de la historia.

 

El determinismo, he afirmado, está caracterizado por los principios del progreso unilineal y la determinación por la base; si el determinismo está equivocado, entonces la investigación tecnológica deber guiarse por los siguientes dos principios contrarios. En primer lugar, el desarrollo tecnológico no es unilineal, sino se ramifica en muchas direcciones y puede alcanzar generalmente altos niveles a lo largo de más de una vía diferente. Y segundo, el desarrollo tecnológico no está determinado por la sociedad, sino está sobredeterminado por ambos factores tecnológicos y sociales.

 

La importancia política de esta posición debiera ahora estar clara. En una sociedad donde el determinismo vigila las fronteras de la democracia, el indeterminismo no puede ser sino político. Si la tecnología tiene muchas potencialidades inexploradas, no son los imperativos tecnológicos los que establecen la jerarquía social existente. Más bien, la tecnología es un escenario de la lucha social, un “parlamento de cosas”, en el cual las alternativas de la civilización están en pugna.

 

VI. Interpretación de la tecnología

 

En las secciones siguientes de este trabajo, me gustaría presentar varios temas importantes sobre un enfoque no-determinista de la tecnología. El cuadro esbozado hasta ahora implica un cambio significativo en nuestra definición de tecnología. Ésta no puede ser considerada como una colección de dispositivos ni, en lo general, como la suma de medios racionales. Estas son definiciones tendenciosas que presentan a la tecnología como más funcional, y menos social, de lo que en realidad es.

 

La tecnología, como un objeto social, debe estar sujeta a la interpretación, como cualquier otro artefacto cultural, pero está generalmente excluida del estudio humanístico. Estamos ciertos que su esencia radica en una función técnicamente explicable, antes que en un significado hermenéuticamente interpretable. A lo sumo, la mayoría de los métodos humanísticos podrían iluminar sobre aspectos extrínsecos de la tecnología, como la presentación y la publicidad, o las reacciones populares a innovaciones controvertidas, como el poder nuclear o la maternidad sustituta. Así, el determinismo tecnológico extrae de esta actitud su fuerza. Si uno ignora la mayoría de las relaciones entre tecnología y sociedad, no es de extrañarse que la tecnología pues se presente como auto-generadora.

 

Los objetos técnicos poseen dos dimensiones hermenéuticas que yo llamo su significado social y su horizonte cultural.[11] El papel del significado social está claro en el caso de la bicicleta presentado arriba. Hemos visto que la construcción de la bicicleta estaba controlado, en primera instancia, por un debate de interpretaciones: ¿sería un juguete deportivo o un medio de transporte? Las características del diseño, como la medida de la rueda, sirvieron también para significarlo como una u otra clase de objeto.[12]

 

Podría ser objetado que esto es simplemente un desacuerdo inicial sobre las metas, sin ninguna significación hermenéutica. Una vez que el objeto se estabiliza, el ingeniero tiene la última palabra sobre su naturaleza, y el intérprete humanista se queda sin suerte. Este es el enfoque de la mayoría de los ingenieros y gerentes, quienes fácilmente aprehenden el concepto de “meta” pero no tienen espacio para el “significado”.

 

De hecho, la dicotomía entre meta y significado es un producto de la cultura funcionalista profesional, la cual está basada en la estructura de la economía moderna. El concepto de “meta” despoja a la tecnología de contextos sociales, enfocando a los ingenieros y gerentes sólo en lo que necesitan saber para hacer su trabajo.

 

Sin embargo, un cuadro más completo se ilustra estudiando el papel social del objeto técnico y las formas de vida que hace posible. Este cuadro coloca la idea abstracta de “meta” en su contexto social concreto y hace manifiestas las causas y consecuencias contextuales de la tecnología, antes que oscurecerlas detrás de un funcionalismo empobrecido.

 

El punto de vista funcionalista produce un corte transversal descontextualizado, transitorio, en la vida del objeto. El determinismo, como hemos visto, reclama inadmisiblemente la capacidad de transitar de una cierta configuración temporal del objeto a la siguiente en términos puramente técnicos. Pero, en el mundo real todo tipo de actitudes impredecibles cristalizan alrededor de los objetos técnicos e influyen en los cambios de diseño ulteriores. El ingeniero puede pensar que éstas son extrínsecas al aparato en que él o ella está trabajando, pero son precisamente su sustancia como un fenómeno históricamente desarrollado.

 

Estos hechos están reconocidos, hasta cierto punto, en los campos técnicos mismos, especialmente en las computadoras. Aquí tenemos una versión contemporánea del dilema de la bicicleta discutido arriba. El tipo generalizado de progreso lleva un ritmo acelerado en velocidad, poder y memoria, mientras los planificadores corporativos luchan con la cuestión de para qué es todo esto. El desarrollo técnico no apunta directamente a ningún camino en particular. En cambio, abre ramificaciones y la determinación final sobre la ramificación “correcta” no está en la competencia de la ingeniería, porque simplemente no está inscrita en la naturaleza de la tecnología.

 

He estudiado un ejemplo particularmente claro de la complejidad de la relación entre la función técnica y el significado de la computadora en el caso del videotex francés.[13] Este sistema, llamado Teletel, fue diseñado para atraer a Francia a la era de la información, dando a los subscriptores de teléfono acceso a bancos de datos. Temiendo que los consumidores rechazarían cualquier cosa parecida al equipo de oficina, la compañía telefónica intentó redefinir la imagen social de la computadora; ésta ya no más parecería un aparato de cálculo para profesionales, sino que se convertiría en una red informativa para todos.

 

La compañía telefónica diseñó un nuevo tipo de terminal, el Minitel, para verse y sentirse como un accesorio del teléfono doméstico. Así, el disfraz telefónico sugirió a algunos usuarios que deberían poder hablar entre sí en la red. Pronto el Minitel sufrió una redefinición posterior en manos de estos usuarios, muchos de los cuales lo emplearon principalmente para charlar anónimamente en la red con otros usuarios en búsqueda de diversión, compañía y sexo.

 

Así, el diseño del Minitel condujo a aplicaciones de la comunicación que los ingenierios de la compañía no habían buscado cuando emprendieron el mejoramiento del flujo de información en la sociedad francesa. Estas aplicaciones, a su vez, definen al Minitel como un medio de encuentro personal, justo lo opuesto al proyecto racionalista por el cual fue originalmente creado. La computadora “fría” se convirtió en un nuevo medio “caliente”.

 

Lo que está a discusión en la transformación no es sólo la función técnica limitadamente concebida de la computadora, sino la naturaleza misma de la sociedad avanzada que la hace posible. ¿Es la red la que abre las puertas a la era de la información donde perseguimos estrategias de optimización, como consumidores racionales hambrientos de información? ¿O es la tecnología post-moderna la que surge de la quiebra de la estabilidad institucional y sentimental, reflejando, en palabras de Lyotard, la “atomización de lo social en redes flexibles de juegos de lenguaje?”[14] En este caso, la tecnología no es simplemente la servidora de un algunos propósitos sociales predeterminados, sino un ámbito dentro del cual una forma de vida es concebida.

 

En suma, las diferencias en la manera en que los grupos sociales interpretan y utilizan los objetos técnicos no son simplemente extrínsecas, sino que producen una diferencia en la naturaleza de los objetos mismos. Lo que el objeto es para los grupos que deciden en última instancia su destino determina lo que llegara a ser cuando sea rediseñado y mejorado a través del tiempo. Si esto es verdad, entonces sólo podemos entender el desarrollo tecnológico estudiando la situación socio-política de los diversos grupos involucrados en ello.

 

VII. Hegemonía tecnológica

 

Además del tipo de supuestos acerca de los objetos técnicos particulares, que hemos estado discutiendo hasta ahora, esta situación incluye también los supuestos generales acerca de los valores sociales. Aquí es donde entra el estudio del horizonte cultural de la tecnología. Esta segunda dimensión hermenéutica de la tecnología es la base de las formas modernas de hegemonía social; es particularmente pertinente para nuestra pregunta original acerca de la inevitabilidad de la jerarquía en la sociedad tecnológica.

 

La hegemonía, como usaré el término, es una forma de dominación tan profundamente arraigado en la vida social que parece natural a aquéllos que domina. También prodría uno definirla como ese aspecto de la distribución del poder social que tiene detrás la fuerza de la cultura.

 

El término “horizonte” se refire a los supuestos culturales generales que forman el trasfondo indiscutido de cada aspecto de la vida.[15] Algunos de éstos apoyan la hegemonía predominante. Por ejemplo, en las sociedades feudales la “cadena de ser” establecía la jerarquía en la fábrica del universo de Dios y protegía a las relaciones de casta en la sociedad del cuestionamiento. Bajo este horizonte, los campesinos se sublevaban en el nombre del Rey, la única fuente imaginable de poder. La racionalización es nuestro horizonte moderno y el diseño tecnológico es la clave de su eficacia, la base de las hegemonías modernas.

 

El desarollo tecnológico está delimitado por las costumbres culturales originadas en la economía, la ideología, la religión y la tradición. Discutimos, anteriormente, cómo los supuestos acerca de la composición de la edad en la fuerza del trabajo entraron en el diseño de la producción tecnológica del siglo XIX. Tales supuestos parecen tan naturales y obvios que a menudo yacen debajo del umbral de la conciencia despierta.

 

Este es el punto de la importante crítica de Herbert Marcuse a Weber.[16] Marcuse demuestra que el concepto de racionalización confunde el control del trabajo por la administración con el control de la naturaleza por la tecnología. La búsqueda por el control de la naturaleza es genérico, mientras la administración surge sólo sobre un trasfondo social específico, el sistema salarial capitalista. Los trabajadores no tienen un interés inmediato en la producción de este sistema, a diferencia de las formas anteriores de trabajo agrícola y artesanal, ya que que su salario no está esencialmente relacionado con el ingreso de la empresa. Así, en este contexto, el control sobre los recursos humanos llega hacerse muy importante.

 

A través de la mecanización, algunas de las funciones de control son eventualmente trasladadas de los supervisores humanos y las prácticas de trabajo diferenciado a las máquinas. Así, el diseño de la máquina está socialmente relacionado en un sentido que Weber nunca reconoció y la “racionalidad tecnológica” que incorpora no es universal, sino particular al capitalismo. De hecho, este es el horizonte de todas las sociedades industriales existentes, tanto comunistas como capitalistas, en la medida en que están administradas desde arriba. (En una sección posterior, reviso una aplicación generalizada de este enfoque en términos de lo que llamo “código técnico”).

 

Si Marcuse está en lo cierto, debería ser posible trazar la impronta de las relaciones de clase en el diseño mismo de la producción tecnológica, como ha sido en efecto mostrado por estudiosos marxistas del proceso de trabajo tales como Harry Braverman y David Noble.[17] La línea de montaje ofrece un ejemplo particularmente claro porque realiza objetivos administrativos tradicionales, como el readiestramiento y el trabajo controlado a través del diseño técnico. Su disciplina de trabajo impuesta tecnológicamente aumenta la productividad y las ganancias al incrementar el control. Sin embargo, la línea de montaje sólo aparece como progreso técnico en un contexto social específico. No sería percibido como un avance en una economía basada en cooperativas de trabajadores, donde la disciplina de trabajo era más auto-impuesta que impuesta desde arriba. En semejante sociedad, una racionalidad tecnológica diferente dictaría formas distintas para aumentar la productividad.[18]

 

Este ejemplo muestra que la racionalidad tecnológica no es simplemente una creencia, una ideología, sino que está efectivamente incorporada en la estructura de las máquinas. El diseño de la máquina refleja los factores sociales operativos en la racionalidad predominante. El hecho de que el argumento de la relatividad social de la tecnología moderna se originó en un contexto marxista, ha oscurecido sus implicaciones más radicales. No estamos tratando aquí con la simple crítica del sistema de propiedad, sino hemos extendido la fuerza de esa crítica a la “base” técnica. Este enfoque va más allá de la vieja distinción económica entre capìtalismo y socialismo, mercado y planificación. En cambio, uno llega a una distinción muy diferente entre sociedades en las cuales el poder descansa en la mediación técnica de las actividades sociales y aquéllas que democratizan el control técnico y, en consecuencia, el diseño tecnológico.

 

VIII. Teoría del doble aspecto

 

El argumento hasta este punto podría resumirse en la afirmación de que el significado social y la racionalidad funcional son dimensiones inextricablemente entrelazadas de la tecnología. Éstas no son ontológicamente distintas, por ejemplo, el significado en la mente del observador y la racionalidad de la tecnología misma. Más bien, son un “doble aspecto” del mismo objeto técnico subyacente, cada aspecto manifestado por una contextualización específica.

 

La racionalidad funcional, como la racionalidad científico-técnica en general, aisla los objetos de su contexto original para incorporarlos a sistemas teóricos o funcionales. Las instituciones que apoyan este procedimiento, como los laboratorios y centros de investigación, forman ellas mismas un contexto especial a partir de sus propias prácticas y relaciones con diversos organismos y poderes sociales. La noción de racionalidad “pura” surge cuando el trabajo de descontextualización no está en sí mismo entendido como una actividad social que refleja intereses sociales.

 

Las tecnologías son seleccionadas, de entre muchas configuraciones posibles, por estos intereses. El proceso de selección está conducido por los códigos sociales establecidos por las luchas culturales y políticas que definen el horizonte bajo el cual la tecnología se ubicará. La tecnología, una vez introducida, ofrece una validación material del horizonte cultural por el cual ha sido prefigurada. Llamo a esto el “prejucio” de la tecnología: la racionalidad funcional, aparentemente neutral, participa en el apoyo de la hegemonía. Entre más tecnología use la sociedad, más importante será este apoyo.

 

Como Foucault sostiene en su teoria del “poder/conocimiento”, las modernas formas de opresión no están tanto basadas en ideologías falsas, sino en “verdades” técnicas específicas que forman la base de la hegemonía dominante y la reproducen.[19] Mientras la contingencia de la alternativa de “verdad” permanezca oculta, se proyecta la imagen determinista de un orden social técnicamente justificado.

 

La eficacia legitimadora de la tecnología depende de la inconsciencia del horizonte cultural y político bajo el cual fue diseñada. Un crítica recontextualizante de la tecnología puede revelar ese horizonte, desmistificando la ilusión de la necesidad técnica y exponiendo la relatividad de las alternativas técnicas predominantes.

 

IX. La relatividad social de la eficiencia.

 

Hoy día estas cuestiones aparecen con particular fuerza en el movimiento ecologista. Muchos ecologistas defienden cambios técnicos que podrían proteger la naturaleza y, en el proceso, también mejorar la vida humana. Tales cambios aumentarían en términos generales la eficiencia al reducir los dañinos y costosos efectos secundarios de la tecnología. Sin embargo, este programa es muy difícil de imponer en una sociedad capitalista. Existe una tendencia para desviar la crítica de los procesos tecnológicos a los productos y personas, de la prevención a priori a la limpieza a posteriori. Estas favorecidas estrategias son generalmente costosas y reducen la eficiencia bajo el horizonte de la tecnología dada. Situación que tiene consecuencias políticas.

 

Restaurar el medio ambiente después de que ha sido dañado es una forma de consumo colectivo, financiado con impuestos o precios altos. Estos enfoques son los que dominan la conciencia pública. Por esto, el ecologismo es percibido generalmente como un costo agregado de los “trade-offs” y no como una racionalización que aumenta en términos generales la eficiencia. Pero en la sociedad moderna, obsesionada por el bienestar económico, esa percepción está condenada. Los economistas y los hombres de negocios están aficionados a explicar el precio que debemos pagar en inflación y desempleo por rendir culto en el santuario de la naturaleza en lugar del de Mammón. La pobreza espera a aquellos que no adapten sus expectativas sociales y políticas a la tecnología.

 

Este modelo de “trade-off” tiene a los ecologistas aferrados desesperadamente al clavo ardiente de una estrategia. Algunos tienen la esperanza piadosa de que la gente cambiará los valores económicos por los espirituales de cara a los crecientes problemas de la sociedad industrial. Otros esperan que dictadores ilustrados impongan una reforma tecnológica, aunque el pueblo codicioso eluda su deber. Es difícil decidir cuál de estas soluciones es la más improbable, pero ambas son incompatibles con los valores democráticos fundamentales.[20]

 

Este modelo de “trade-off” nos confronta con dilemas –sólida tecnología ecologista vs. prosperidad, satisfacción y control de los trabajadores vs. productividad, etc— cuando lo que necesitamos son síntesis. A menos que los problemas del industrialismo moderno puedan solucionarse de manera que mejoren el bienestar social, así como que obtengan el apoyo público, no existe una nimia razón para esperar que se resuelvan algún día. Pero ¿cómo puede la reforma tecnológica reconciliarse con la prosperidad cuando ésta pone una diversidad de nuevos límites a la economía?

 

El caso del trabajo infantil muestra como dilemas aparentes surgen en los límites del cambio cultural, específicamente, donde la definición social de tecnologías importantes está en transición. En tales situaciones, los grupos sociales excluidos del diseño original de la red articulan políticamente sus intereses no representados. Los nuevos valores, que los excluidos creen mejorará su bienestar, son vistos sólo como mera ideología por los incluidos, quienes están adecuadamente representados en los diseños existentes.

 

Esta es una diferencia de perspectiva, no de naturaleza. Sin embargo, la imagen de un conflicto esencial se renueva cada vez que cambios sociales importantes afectan la tecnología. Al principio, satisfaciendo las demandas de los nuevos grupos tras los costos visibles del hecho, y si son satisfechas torpemente, en efecto reducirán la eficiencia hasta que mejores diseños sean descubiertos. Pero, por lo general, mejores diseños pueden ser descubiertos, y lo que parecía ser una barrera insuperable para el crecimiento se disuelve ante el cambio tecnológico.

 

Esta situación indica la diferencia esencial entre intercambio económico y técnica. El intercambio es todo acerca de “trade-offs”: más de A significa menos de B. Pero el objetivo del avance técnico es precisamente evitar tales dilemas mediante sofisticados diseños que optimicen diversas variables al mismo tiempo. Un solo mecanismo concebido hábilmente puede corresponder a muchas demandas sociales diferentes, una estructura para muchas funciones.[21] El diseño no es un juego económico de suma cero, sino un proceso cultural ambivalente que sirve a una multiplicidad de valores y grupos sociales, sin sacrificar necesariamente la eficiencia.

 

X. El código técnico

 

Que estos conflictos sobre el control social de la tecnología no son nuevos, puede verse en el interesante caso de las “calderas reventandas”.[22] Las calderas de los barcos de vapor fueron la primera tecnología regulada en los Estados Unidos. A principios del siglo XIX, el barco de vapor era un importante medio de transporte semejante hoy día al autómovil o avión. Los barcos de vapor eran necesarios en un país sin caminos pavimentados y muchos ríos y canales. Pero frecuentemente los barcos de vapor estallaban cuando las calderas se debilitaban con el tiempo o eran forzadas mucho. Después de varios particularmente criminales accidentes en 1816, la ciudad de Filadelfia consultó con expertos sobre cómo diseñar calderas más seguras; ésta fue la primera vez que una institución gubernamental americana se interesaba en el problema. En 1837, el Instituto Franklin, a petición del Congreso, hizo público un detallado informe con recomendaciones basadas en rigurosos estudios sobre construcción de calderas. El Congreso estaba tentado a imponer en la industria un código de seguridad para las calderas, pero los fabricantes de calderas y los dueños de los barcos de vapor se opusieron y el gobierno titubeó en afectar la propiedad privada.

 

De la primera solicitud, en 1816, al año 1852 le tomó al Congreso aprobar leyes efectivas que regularan la construcción de calderas. Durante aquel tiempo 500 personas murieron en accidentes en barcos de vapor. ¿Serán éstas muchas o pocas víctimas? Evidentemente, los consumidores no estaban tan alarmados, con cifras que siempre iban en aumento, para continuar viajando en barcos fluviales. Comprensiblemente, los dueños de los barcos interpretaron esto como un voto de confianza y protestaron por el costo excesivo de los diseños más seguros. Si bien, los politicos ganaron también votos demandando seguridad.

 

El índice de accidentes disminuyó drásticamente una vez que los cambios técnicos, como paredes más gruesas y válvulas de seguridad, fueron obligatorios. La legislación difícilmente hubiese sido necesaria para alcanzar este resultado, si éste hubiese sido determinado técnicamente. Pero, de hecho, el diseño de la caldera estaba relacionado con un juicio social sobre seguridad. Este juicio podría haberse hecho bajo estrictas bases de mercado, como deseaban los embarcadores, o políticamente, con resultados técnicos diferentes. En cualquier caso, esos resultados constituyen una caldera adecuada. Así, lo que una caldera “es” fue definido a través de un largo proceso de lucha política que culmina, por fin, en códigos estándar, publicados por la Sociedad Americana de Ingenieros Mecánicos.

 

Este ejemplo muestra precisamente como la tecnología se adapta al cambio social. Lo que llamo el “código técnico” del objeto, es lo que media en este proceso. Aquél código responde al horizonte cultural de la sociedad en el nivel del diseño técnico. Con los pies puestos sobre la tierra, los parámetros técnicos, como la elección y el procesamiento de materiales, están socialmente especificados en el código. La idea de la necesidad técnica surge del hecho de que el código está literalmente “fundido en hierro”, al menos en el caso de las calderas.[23]

 

Las filosofías sociales conservadoras, anti-regulatorias, se basan en esta ilusión. Se olvidan que el proceso de diseño incorpora siempre estándares de seguridad y compatibilidad ambiental; asimismo, todas las tecnologías apoyan algún nivel básico de inciativa de parte del usuario o trabajador. Un objeto técnico adecuadamente producido debe sencillamente cumplir con estos estándares para ser considerado como tal. No consideramos la estandarización como un cargo costoso, sino como un costo de producción intrínseco. Aumentar los estándares significa alterar la definición del objeto, sin pagar el precio por un bien alternativo o un valor ideológico, como sostiene el modelo de “trade-off”.

 

Pero ¿qué hay de los cambios de la muy discutida relación costo/beneficio del diseño establecidos por la legislación ambiental u otra similar? Estos cálculos tienen alguna aplicación en situaciones transitorias, pero antes de que los avances tecnológicos, en respuesta a nuevos valores, alteren fundamentalmente los términos del problema. Pero, muy a menudo, los resultados dependen de los muy burdos cálculos de los economistas sobre el valor monetario de cosas como un día de pesca de trucha o un ataque de asma. Si estos cálculos se hacen sin prejuicio, éstos bien pueden ayudar a priorizar la política de alternativas. Pero uno no puede generalizar, legítimamente, a partir de semejante política de aplicaciones una teoría universal de los costos de la regulación.

 

Semejante fetichismo de la eficiencia ignora nuestra comprensión común del concepto, el cual sólo es importante en el proceso social de decisiones. En este sentido cotidiano, la eficiencia concierne al estrecho ámbito de los valores, que los actores económicos afectan rutinariamente con sus decisiones. Los aspectos no problemáticos de la tecnología no están incluidos. En teoría, uno puede descomponer cualquier objeto técnico y dar razones por cada uno de sus elementos en términos de las metas que alcance, ya sean de seguridad, velocidad, fiabilidad, etc., pero en la práctica nadie está interesado en abrir la “caja negra” para ver lo que hay dentro.

 

Por ejemplo, una vez establecido el código de la caldera, características como el espesor de una pared o el diseño de una válvula de seguridad son esenciales para el objeto. El costo de estas características no estalla como el “precio” específico de la seguridad, ni al compararlo desfavorablemente con una versión más eficiente pero menos segura de la tecnología. Violar el código para reducir costos es un crímen, no un “trade-off”. Y ya que todo progreso futuro tiene lugar sobre la base del nuevo estándar de seguridad, muy pronto nadie voltea hacia los viejos tiempos de los diseños más baratos e inseguros.

 

Los estándares del diseño son sólo controvertidos mientras están en continuo cambio. Los conflictos ya resueltos sobre tecnología son rápidamente olvidados. Sus resultados, un fárrago de estándares técnicos y legales dados por sentados, son incorporados en un código estable, y forman el fondo en contra del cual los actores económicos manipulan las porciones inestables del medio en la búsqueda de eficiencia. En el mundo real de los cálculos económicos, el código no es cambiado pero es considerado como un costo fijo.

 

Anticipando la estabilización de un nuevo código, uno puede a menudo olvidar los argumentos contemporáneos que serán pronto silenciados por el surgimiento de un nuevo horizonte de cálculos de eficiencia. Esto es lo que sucedió con el diseño de la caldera y el trabajo infantil; así probablemente, los actuales debates sobre ecologismo tendrán una historia similar y, algún día, nos burlaremos de aquéllos que se opusieron a un aire más limpio como un “falso principio de humanidad”, que violaba los imperativos tecnológicos.

 

Los valores no económicos intersectan la economía en el código técnico. Los ejemplos que hemos tratado ilustran claramente este punto. Los estándares legales que regulan la actividad económica de los trabajadores tienen un impacto significativo en cada aspecto de sus vidas. En el caso del trabajo infantil, la regulación ayudó a ensanchar las oportunidades educativas con consecuencias que no son fundamentalmente de carácter económico. En el caso del barco de vapor, los americanos escogieron paulatinamente altos niveles de seguridad y el diseño de la caldera vino a reflejar esta elección. Finalmente, esto no fue un cambio de un bien por otro, sino una decisión no económica acerca del valor de la vida humana y de las responsabilidades del gobierno.

 

Así, la tecnología no es un simple medio para un fin; los estándares del diseño técnico definen importantes aspectos del ámbito social, como los espacios urbanos y de construcción, los lugares de trabajo, las actividades y expectativas médicas, las formas de vida, etcétera. El significado económico del cambio técnico a menudo palidece, a pesar de sus amplias implicaciones humanas al enmarcar una forma de vida. En tales casos, la regulación define el marco cultural de la economía, no es una acción en la economía.

 

XI. La “esencia” económica en Heidegger

 

La teoría aquí esbozada sugiere la posibilidad de una reforma general de la tecnología. Pero los críticos distópicos objetan que el simple hecho de perseguir la eficiencia o la efectividad técnica ya produce una inadmisible violencia contra los seres humanos y la naturaleza. La funcionalización universal destruye la integridad de todo lo que es. Así, como Heidegger afirma, un mundo “sin sentido”, de simples recursos, sustituye a un mundo de “cosas” tratadas con respeto por su propio bien, como los lugares de encuentro de nuestros diversos compromisos con el “ser”.[24]

 

Esta crítica adquiere fuerza a partir de los peligros reales con los cuales la tecnología moderna amenaza al mundo de hoy. Pero mis sospechas surgen por el famoso contraste que hace Heidegger entre una presa del Rhin y un cáliz griego. Sería dificil encontrar una comparación más tendenciosa. Sin duda, la tecnología moderna es inmensamente más destructiva que cualquier otra. Y Heidegger está en lo correcto al afirmar que los medios no son verdaderamente neutrales, que su contenido substancial afecta a la sociedad independientemente de las metas que sirven. Pero aquí he argumentado que este contenido no es esencialmente destructivo, más bien, es un problema de diseño e inserción social.

 

Sin embargo, Heidegger rechaza cualquier simple diagnóstico social de los males de las sociedades tecnológicas y afirma que la fuente de sus problemas se remotan, por lo menos, a Platón, que las sociedades modernas realizan simplemente un telos inmanente en la metafísica Occidental desde el principio. Su originalidad consiste en señalar que la ambición de controlar el ser es en sí una manera de ser y, por lo tanto, subordinarse en un nivel más profundo a un designio ontológico más allá del control humano. Pero el efecto general de su crítica es condenar la acción humana, por lo menos en los tiempos modernos, y confundir las diferencias esenciales entre los tipos de desarrollo tecnológico.

 

Heidegger distingue entre el problema ontológico de la tecnología, que sólo puede ser resuelto realizando lo que él llama “una relación libre” con la tecnología, y las simples soluciones ónticas propuestas por los reformadores que desean cambiar la tecnología misma. Esta distincion pudo haber sido más interesante en años pasados que ahora. En efecto, Heidegger no está pidiendo por nada más que un cambio de actitud frente al mismo mundo técnico. Pero aquélla es una solución idealista, en el mal sentido, y que una activa generación ecologista estaría decidida a refutar.

 

Confrontados con este argumento, los defensores de Heidegger usualmente señalan que esta crítica de la tecnología no es sólo sobre las actitudes humanas, sino la manera como el ser se revela a sí mismo. Esto significa, aproximadamente traducido del lenguaje de Heidegger, que el mundo moderno tiene una forma tecnológica de una manera semejante al sentido en el cual, por ejemplo, el mundo medieval tuvo una forma religiosa. La forma no es sólo una cuestion de actitud, sino adquire una vida material propia: las centrales eléctricas son las catedrales góticas de nuestra época. Pero esta interpretación del pensamiento de Heidegger produce la expectativa de que él ofrecerá los criterios para una reforma de la tecnología. Por ejemplo, su análisis de la tendencia de la tecnología moderna para acumular y almacenar los poderes de la naturaleza sugiere la superioridad de otra tecnología que no desafiaría a la naturaleza a la manera prometeica.

 

Desgraciadamente, el argumento de Heidegger está desarrollado en un alto grado de abstracción que no puede literalmente distinguir entre electricidad y bombas atómicas, técnicas agrícolas y Holocausto. En una conferencia de 1949 afirmó: “La agricultura es ahora la industria alimentaria mecanizada, la misma, en esencia, que la fabricación de cuerpos en las cámaras de gas y los campos de exterminio, la misma que el bloqueo y hambruna de las naciones, la misma que la producción de bombas de hidrógeno.”[25] Todas son sólo diferentes expresiones de la misma forma que estamos llamados a trascender a través de la recuperación de una relación más profunda con el ser. Y dado que Heidegger rechaza la regresión técnica, mientras no deja ningún espacio para un mejor futuro tecnológico, es difícil vislumbrar en qué consistiría esa relación más allá de un simple cambio de actitud.

 

XII. Historia o metafísica

 

Heidegger está perfectamente consciente que la actividad técnica no era “metafísica” en su sentido, hasta recientemente. Por lo tanto, debe claramente distinguir la tecnología moderna de todas las formas anteriores de la técnica, obscureciendo las muchas relaciones y continuidades reales. Yo afirmaría, por el contrario, que lo nuevo acerca de la tecnología moderna sólo puede ser entendido sobre el trasfondo del mundo técnico tradicional a partir del cual se desarrolla. Además, el potencial de reserva de la tecnología moderna sólo puede realizarce recuperando ciertas características tradicionales de la técnica. Tal vez, por esta razón, las teorías que consideran la tecnología moderna como un fenómeno único desembocan en conclusiones tan pesimistas.

 

La tecnología moderna difere de las prácticas técnicas anteriores en el énfasis por cambios significativos antes que generales. No hay nada sin antecedente en sus características principales, como la reducción de objetos a materias primas, el uso de mediciones precisas y planos, el control técnico de algunos seres humanos por otros, operaciones de gran escala. Lo nuevo es la centralidad de estas características, y por supuesto, las consecuencias de aquello no tienen realmente precedente.

 

¿Qué es lo que muestra un cuadro histórico más amplio de la tecnología? Las privilegiadas dimensiones de la tecnología moderna aparecen en un gran contexto que incluye muchas características secundarias actuales, que fueron definitivas en tiempos pasados. Por ejemplo, hasta la generalización del taylorismo, la vida técnica consistía esencialmente en la elección de una vocación. La tecnología estaba asociada a una forma de vida, con aspectos específicos de desarrollo personal, virtudes, etc. Sólo el éxito del re-adiestramiento del capitalista redujo finalmente estas dimensiones humanas de la técnica a un fenómeno marginal.

 

Igualmente, la administración moderna ha reemplazado la tradición colegiada de los gremios por nuevas formas de control técnico. Así como el interés vocacional en el trabajo continúa en ciertos medios de excepción, de la misma manera lo colegiado sobrevive en algunos lugares de trabajo profesional o cooperativo. Numerosos estudios históricos muestran que estas viejas formas no son tan incompatibles con la “esencia” de la tecnología, como con la economía capitalista. Dado un contexto social diferente y una vía de desarrollo técnico diferente sería posible recuperar, bajo nuevas formas, estos valores técnicos y formas organizativas tradicionales en una futura evolución de la moderna sociedad tecnológica.

 

La tecnología es un elaborado complejo de actividades relacionadas, que se materializa alrededor de la produción y el uso de herramientas en cada sociedad. Cuestiones como la transmisión de técnicas o la administración de sus consecuencias naturales no son extrínsecas a la tecnología per se, pero sí son sus dimensiones. Cuando en las sociedades modernas se hace ventajoso minimizar estos aspectos de la tecnología, ésta también es una manera de adaptarla a una cierta demanda social, y no la revelación de su preexistente “esencia”. Tiene sentido hablar acerca de una esencia de la tecnología, en tanto ésta debe incluir todo el campo revelado por el estudio histórico y no sólo algunos rasgos etnocéntricamente privilegiados por nuestra sociedad.

 

Hay un texto interesante en el cual Heidegger nos muestra un jarro que “reúne” los contextos donde fue creado y funciona. Esta imagen bien podría aplicarse también a la tecnología, y de hecho existe un breve pasaje en el cual Heidegger interpreta así un puente de carretera. En efecto, no hay ninguna razón por la cual la tecnología moderna no pueda “reunir” sus múltiples contextos, si bien con menos pathos romántico que jarros y cálices. En realidad, esta es una manera de interpretar las demandas contemporáneas, como una sólida tecnología ambiental, aplicaciones de tecnología médica que respetan la libertad y dignidad humanas, diseños urbanos que creen espacios humano para vivir, métodos de producción que protegan la salud de los trabajadores y ofrezcan perspectivas para su inteligencia, etcétera. ¿Qué son estas demandas si no un llamado para reconstruir la tecnología moderna de tal manera que reuna una amplia gama de contextos para sí, en lugar de reducir su medio ambiente natural, humano y social a simples recursos?

 

Heidegger no tomaría estas alternativas muy en serio porque cosifica la tecnología moderna como algo separado de la sociedad, como una fuerza intrínsicamente sin contexto dirigida al poder absoluto. Si esta es la “esencia” de la tecnología, la reforma sería simplemente extrínseca. Pero en este punto, la posición de Heidegger coincide con el mismo prometeismo que rechaza. Ambos dependen de una definición estrecha de tecnología que, por lo menos desde Bacon y Descartes, ha puesto énfasis en su destino para controlar el mundo con la exclusión de su igualmente esencial tejido contextual. Creo que esta definición refleja el ambiente capitalista donde la tecnología moderna primero se desarrollo.

 

El ejemplar maestro moderno de la tecnología es el empresario, enfocado resueltamente en la produción y la ganancia. La empresa es una plataforma radicalmente decontextualizada para la acción, sin las responsibilidades tradicionales para personas y lugares que acompañaban al poder técnico en el pasado. Es la autonomía de la empresa lo que hace posible distinguir tan claramente entre consecuencias intencionales o inintencionales, entre metas y efectos contextuales, e ignorar lo último.

 

El estrecho enfoque de la tecnología moderna satisface las necesidades de una hegemonía particular, no es una condición metafísica. Bajo aquella hegemonía, el diseño tecnológico está inusualmente decontextualizado y es destructivo. Es aquella hegemonía la que debe ofrecer cuentas, no la tecnología per se, cuando señalamos que los medios técnicos actuales forman una creciente amenza al medio ambiente. Es aquella hegemonía, que se ha incorporado en la tecnología, la que debe ser cuestionada en la lucha por la reforma tecnológica.

 

XIII. Racionalización democrática

 

Por generaciones, la fe en el progreso ha estado extensamente apoyada en dos creencias: que la necesidad técnica dicta el camino del desarrollo y que la búsqueda de la eficiencia proporciona una base para identificar ese camino. He sostenido aquí que ambas creencias son falsas, y además, que éstas son ideologías utilizadas para justificar las restriciones a las oportunidades para participar en las instituciones de la sociedad industrial. Concluyo que podemos alcanzar un nuevo tipo de sociedad tecnológica que pueda afirmar un mayor ámbito de valores. La democracia es uno de los valores fundamentales que mejor podría servir a un rediseñado industrialismo.

 

¿Qué significa democratizar la tecnología? El problema no es fundamentalmente de derechos jurídicos sino de iniciativa y participación. Las formas legales podrían eventualmente convertir en rutina las demandas que, en un principio, son informalmente reinvidicadas, pero cuyas formas quedarán vacías a menos que emergan de la experiencia y las necesidades de los individuales que resisten una hegemonía específicamente tecnológica.

 

Aquella resistencia toma muchas formas, de las luchas sindicales sobre salud y seguridad en plantas de energía nuclear a las luchas comunitarias sobre desechos tóxicos, a las demandas políticas sobre regulación de tecnologías reproductivas. Estos movimientos nos alertan sobre la necesidad de tener en cuenta los aspectos tecnológicos externos y demandar cambios en el diseño, en respuesta al amplio contexto revelado en ésa consideración.

 

Tales controversias tecnológicas se han convertido en una característica ineludible de la vida política contemporánea, diseñando los parámetros oficiales de la “evaluación tecnológica”.[26] Estos anticipan la creación de una nueva esfera pública que incluye el fondo técnico de la vida social y un estilo nuevo de racionalización que internaliza los costos no considerados y originados por la “naturaleza”, es decir, algo o alguien explotable en la búsqueda de ganancia. Aquí el respeto por la naturaleza no es antagonista de la tecnología sino aumenta la eficiencia en términos generales.

 

A medida que estas controversias se convierten en lugares comunes, sorprendentes nuevas formas de resistencia y nuevos tipos de demandas emergen al lado de aquéllas. La red ha dado lugar a una entre muchas innovadoras reacciones públicas frente a la tecnología. Individuos que son incorporados a nuevos tipos de redes técnicas han aprendido a resistir a través de la red misma, para influir en los poderes que la controlan. Esta no es una lucha por riqueza o poder administrativo, sino una lucha por subvertir las prácticas técnicas, los procedimientos y los diseños que estructuran la vida cotidiana.

 

El caso Minitel puede servir como modelo de este nuevo enfoque. En Francia, la computadora se politizó tan pronto como el gobierno intento introducir al público en general un sistema de información muy racionalista. Los usarios “piratearon” y alteraron el funcionamiento de la red en la cual fueron insertados, introduciendo la comunicación humana en gran escala, donde sólo la distribución de información fue planeada.

 

Es instructivo comparar este caso con los movimientos de pacientes con SIDA.[27] Al igual que la concepción racionalista de la computadora tiende a obstruir sus potencialidades comunicativas, así en medicina, las funciones humanitarias se han convertido en simples efectos secundarios del tratamiento, que en sí es comprendido en términos exclusivamente técnicos. Los pacientes se convierten en objetos de esta técnica, más o menos “conformes” con la administración médica. La incorporación de miles de pacientes incurables de SIDA a este sistema lo ha desestabilizado y expuesto a nuevos cuestionamientos.

 

La cuestión clave era el acceso al tratamiento experimental. En efecto, la investigación clínica es una manera en la cual un sistema médico muy tecnologizado puede atender a aquéllos que no puede curar. Pero hasta muy recientemente, el acceso a los experimentos médicos ha estado severamente restringido por un interés paternalista en el bienestar de los pacientes. Los pacientes con SIDA pudieron abrir el acceso porque las redes de contagio en las que fueron atrapados eran paralelas a las redes sociales que fueron ya movilizadas alrededor de los derechos homosexuales, al tiempo en que la enfermedad fue primero diagnosticada.

 

En lugar de participar individualmente en la medicina como objetos de una práctica técnica, la desafiaron colectiva y políticamente.”Piratearon” el sistema médico y lo orientaron hacia nuevos propósitos. Su lucha representa una contracorriente a la organización tecnocrática de la medicina; un intento de recuperar su dimensión simbólica y sus funciones humanitarias.

 

Como en el caso de Minitel, no es evidente cómo evaluar esta cuestión en los términos del concepto común de política. Tampoco estas agudas luchas en contra del aumento del silencio en las sociedades tecnológicas parecen significativas desde el punto de vista de las ideologías reaccionarias que disputan ruidosamente con el modernismo capitalista hoy día. Sin embargo, la demanda de comunicación que estos movimientos representan es tan importante, que puede servir como piedra de toque para la adecuación de nuestro concepto de política con la era tecnológica.

 

Estas resistencias, como el movimiento ecologista, cuestionan la racionalidad bajo la cual la tecnología está actualmente diseñada. En nuestra sociedad la racionalización responde a una definición particular de tecnología como un medio para un fin, la ganancia y el poder. Un comprensión más amplia de la tecnología sugiere una noción de racionalización muy diferente fundada en la responsibilidad de la acción técnica por los contextos humanos y naturales. Llamo a esto “racionalización democrática” porque requiere avances tecnológicos que sólo pueden hacerse en oposición a la hegemonía dominante. Ésta representa una alternativa, tanto a la presente celebración de la tecnocracia triunfante como a la pesimista contrademanda heideggeriana de que “sólo un Dios puede salvarnos” de la catástrofe tecno-cultural.[28]

 

¿Es la racionalización democrática en este sentido socialista? Por supuesto que hay espacio para la discusión sobre la relación entre esta nueva agenda tecnológica y la vieja idea del socialismo. Creo que hay una continuidad significativa. En la teoría socialista, la vida y la dignidad de los trabajadores representaron contextos más amplios que la tecnología moderna ignora. La destrucción de sus mentes y cuerpos en el lugar de trabajo fue visto como una consecuencia contingente del diseño técnico capitalista. La repercusión de que sociedades socialistas podrían diseñar una tecnología muy diferente bajo un horizonte cultural distinto fueron sólo palabras, pero por lo menos fue formulada como una meta.

 

Hoy podemos formular con bastante urgencia un argumento semejante acerca de una amplia gama de contextos en numerosos escenarios institucionales. Estoy inclinado a llamar socialista a tal posición y hacer votos que al tiempo pueda reemplazar la imagen del socialismo proyectada por el fallido experimento comunista.

 

Más importante que esta cuestión terminológica es el punto substantivo que he tratado de presentar. ¿Por qué la democracia no se ha extendido a esferas técnicamente mediadas de la vida social a pesar de un siglo de luchas? ¿Será porque la tecnología es excluyente de la democracia, o porque ésta ha sido utilizada para surprimirla? El peso del argumento apoya la segunda conclusión. La tecnología puede sostener más de un solo tipo de civilización tecnológica y tal vez un día pueda incorporarse a una sociedad más democrática que la nuestra.

 

 

Traducción de Alfredo Lucero-Montaño

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Notas



[1] Este trabajo amplía la presentación de mi libro Critical Theory of Technology (New York: Oxford Univerity Press, 1991), en la American Philosophical Association, 28 de diciembre de 1991, y publicado en una primera versión en Inquiry, núm. 35: 3/4, 1992.

 

[2] Véase, por ejemplo, Joshua Cohen y Joel Rogers, On Democracy: Toward a Transformation of American Society (Harsmondsworth, England: Penguin, 1983); Frank Cunningham, Democratic Theory and Socialism (Cambridge University Press, 1987).

 

[3] Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism, trad. T. Parsons, (New York: Scribners, 1958), pp. 181-182.

 

[4] Martin Heidegger, The Question Concerning Technology, trad. W. Lovitt, (New York: Harper and Row, 1977); Jacques Ellul, The Technological Society, trad. J. Wilkinson, (New York: Vintage, 1964).

 

[5] Richard W. Miller, Analyzing Marx: Morality, Power and History (Princeton: Princeton University Press, 1984), pp. 188-195.

 

[6] Karl Marx, Capital (New York: Modern Library, 1906), p. 13.

 

[7] Véase, por ejemplo, David Bloor, Knowledge and Social Imagery (Chicago: Univversity of Chicago Press, 1991), pp. 175-179. Para una presentación general del constructivismo, Bruno Latour, Science in Action (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1987).

 

[8] Trevor Pinch y Wiebe Bijker, “The Social Construction of Facts and Artefacts: or How the Sociology of Science and the Sociology of Technology Might Benefit Each Other”, Social Studies of Science, núm. 14, 1984.

 

[9] Véase la virulenta crítica de Langdons Winner de las características limitaciones de la posición en “Upon Opening the Black Box and Finding it Empty: Social Constructivism and the Philosophy of Technology”, The Technology of Discovery and the Discovery of Technology: Proceedings of the Sixth International Conference of the Society for Philosophy and Technology (Blacksburg, Va.: The Society for Philosophy and Technology, 1991).

 

[10] Hansard’s Debates, Third Series: Parliamentary Debates 1830-1891, vol. LXXIII, 1844 (22 de febrero-22 de abril), pp. 1088-1123.

 

[11] Un punto de partida útil para el desarrollo de un hermenéutica de la tecnología lo ofrece Paul Ricoeur, “The Model of the Text: Meaningful Action Considered as a Text”, eds. P. Rabinow y W. Sullivan, en Interpretive Social Science: A Reader (Berkeley: University of California, Press, 1979).

 

[12] Michel de Certeau usó la frase “retóricas de la tecnología” para referirse a las representaciones y prácticas que contextualizan a las tecnologías y les asignan una significación social. De Certeau eligió el término “retórica” porque ese significado no está inmediatamente presente, sino que comunica un contenido que puede articularse estudiando las connotaciones que la tecnología evoca. Véase el número especial de Traverse, núm. 26, octubre de 1982, titulado Les Rhetoriques de la Tecnologie, y particularmente el artículo de Marc Guillaume, Telespectres, pp. 22-23.

 

[13] Véase Andrew Feenberg, “From Information to Communication: The French Experience with Videotex”, en Alternative Modernity (Berkeley y Los Angeles: University of California Press, 1992).

 

[14] Jean-Francois Lyotard, La Condition Postmoderne (Paris: Editions de Minuit, 1979), p. 34.

 

[15] Para una aproximación a la teoría social basada en esta noción (llamada, sin embargo, por el autor, doxa), véase Pierre Bourdieu, Outline of a Theory of Practice, trad. R. Nice, (Cambridge: Cambridge University Press, 1977), pp. 164-70.

 

[16] Herbert Marcuse, “Industrialization and Capitalism in the Work of Max Weber”, en Negations, trad. J. Shapiro, (Boston: Beacon, 1968).

 

[17] Harry Braverman, Labor and Monopoly Capital (New York: Monthly Review, 1974); David Noble, Forces of Production (New York: Oxford University Press, 1984).

 

[18] Bernard Gendron y Nancy Holstrom, “Marx, Machinery and Alienation”, en Research in Philosophy and Technology, vol. 2, 1979.

 

[19] La presentación más interesante de Foucault sobre este punto de vista en Surveiller et Punir (Paris: Gallimard, 1975).

 

[20] Véase, por ejemplo, Robert Heilbroner, An Inquiry into the Human Prospect (New York: Norton, 1975). Para una reseña de estas cuestiones en algunas de sus primeras formulaciones, véase Andrew Feenberg, “Beyond the Politics of Survival”, en Theory and Society, núm. 7, 1979.

 

[21] Este aspecto de la tecnología, llamado “concretización”, está desarrollado en Gilbert Simondon, Du Mode d’Existence des Objets Techniques (Paris: Aubier, 1958), cap. 1.

 

[22] John G. Burke, “Bursting Boilers and the Federal Power”, eds. M. Kranzberg y W. Davenport, en Technology and Culture (New York: New American Library, 1972).

 

[23] El código técnico expresa el “punto de vista” de los grupos sociales dominantes en el nivel del diseño e ingeniería. Así éste es relativo a una posición social sin ser una mera cuestión de ideología o disposición psicológica. Como voy a argumentar en la última sección de este trabajo, la lucha por el cambio socio-técnico puede emerger de los puntos de vista inferiores de aquéllos dominados dentro de los sistemas tecnológicos. Para abundar sobre el concepto desde el punto de vista epistemológico, véase Sandra Harding, Whose Science? Whose Knowledge? (Ithaca: Cornell University Press, 1991).

 

[24] Los textos de Heidegger discutidos aquí son, en orden, The Question Concerning Technology; “The Thing” y “Building Dwelling Thinking”, en Poetry, Language, Thought, trad. A. Hofstadter, (New York: Harper & Row, 1971).

 

[25] Citado en T. Rockmore, On Heidegger’s Nazism and Philosophy (Berkeley: University of California Press, 1992), p. 241.

 

[26] Alberto Cambrosio y Camille Limoges, “Controversies as Governing Processes in Technology Assessment”, en Technology Analysis & Strategic Management, vol. 3, núm. 4, 1991.

 

[27] Para abundar, en este contexto, sobre el problema del SIDA, véase Andrew Feenberg, “On Being a Human Subject: Interest and Obligation in the Experimental Treatment of Incurable Disease”, en The Philosophical Forum, vol. xxiii, núm. 3, Primavera de 1992.

 

[28] “Only a God Can Save Us”, entrevista con Martin Heidegger, en Der Spiegel, trad. D. Schendler, Graduate Philosophy Journal, vol. 6, núm. 1, Invierno de 1977.